Habían pasado varios días desde que mi amiga nos
contó sobre ese caso. Se trataba de una chica que paseaba tranquilamente en su
bicicleta, por un camino de una zona montañosa; lamentablemente, ella perdió el
control y cayó desde una gran altura. El accidente fue terrible.
Ese instante nefasto cambió los sonidos de su risa
por sirenas de ambulancias; y lo que comenzó como un día soleado se transformó,
para mucha gente, en una tormenta de lágrimas y miedo que no parecía tener fin.
Con el cráneo fracturado, además de otras muy graves
lesiones, los médicos no podían dar a sus familiares y amigos ninguna palabra
de aliento ni esperanza; era como caminar en ese “valle de las sombras” del que
nos habla la Biblia en el salmo 23; una situación realmente aterradora para
todos los que la amaban y temían por su vida.
Su condición era extremadamente crítica; había
entrado en estado de coma y ya no había mucho que hacer, solo esperar.
Sin embargo, nada es imposible para quien con su
infinito poder creó los cielos y la Tierra, Dios. Por ese motivo, amparados en
la fe, nos aferrábamos a las palabras escritas en el mismo salmo 23: “No temeré
mal alguno, porque tú estarás conmigo” y seguíamos orando; dando por seguro que
pronto veríamos la mano de Dios obrando de manera maravillosa.
Esa tarde, a la 1:25, a petición de mi amiga, mi
familia y yo nos unimos a ella en oración.
Ya habían pasado varios días y la chica no salía del
coma, ni daba la más mínima señal de mejoría; por lo tanto, dar gracias por su
salud carecía de la lógica más elemental. No obstante, así es la fe; es enemiga
de la lógica. Significa no dudar, no tener miedo; y declarar con valor y con
firmeza la sanidad que tanto se espera, en el Nombre de Jesús.
Pasaron unos días y recibí un nuevo mensaje. En el
texto me decían que la joven había despertado; despertando, así también, la
esperanza colectiva de que muy pronto ocurriera un milagro.
Esta mañana, como todos los días, me levanté muy
temprano para escribir; tomé mi teléfono, mis lápices y agenda decidido a dejar
que las hadas, como dice una vieja canción, caminaran de aquí para allá
inspirándome cada verso. No había ni siquiera tomado mi acostumbrado café
mañanero cuando nuevamente me escribió mi amiga.
Esta vez, el mensaje era un audio reenviado, por lo
cual me imaginé que se trataría de alguno de esos bonitos regalos que,
hablándome de Dios, mi amiga suele enviarme para alegrarme el día desde el
amanecer.
Lo que escuché, definitivamente, provocó que mis
ojos se humedecieran y se me hizo muy difícil controlarme para no dejar escapar
una lágrima…Era su voz, dando las gracias a Dios y a mi amiga por sus
oraciones.
Hablaba con dificultad y se podía sentir que le
dolía hacer el más mínimo esfuerzo, pero hablaba. Contra todo pronóstico
médico, sobrevivió.
Solo me quedaba dar infinitas gracias a Dios por
respaldar nuestra fe, haciendo el milagro que tanto esperábamos…y escribir esta
historia.
Carlos Sánchez Martínez.

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