lunes, 1 de junio de 2020




Capítulo II
Milagros acababa de cumplir cuarenta y tres años, pero cada día se sentía más sola. Realmente, a excepción sus padres, a los cuales nunca había valorado de verdad, todo el mundo la trataba por interés o conveniencia.

No era una mujer muy agraciada; pese a sus hermosos ojos verdes y nariz perfilada, se había descuidado mucho físicamente por estar concentrada en hacer dinero y darse lujos, los cuales no tenía con quien compartir. Sus senos ya no tenían la firmeza, ni la voluptuosidad, de aquellos tiempos en que poseía tantos admiradores.

Había dejado de ir al gimnasio, por eso había vuelto a engordar, y esas piernas que antes hacían voltear a cualquiera en la calle, y que ella en un tiempo exhibía con tanto orgullo, ahora tenían, por detrás, unas ligeras pero evidentes marcas verdes, moradas y azules que más parecían las rutas de un GPS que un problema circulatorio.

Veinte años atrás, Milagros soñaba con ser una mujer exitosa y tener mucho dinero cuando fuera mayor. Quería ser modelo o actriz. Fantaseaba con salir en televisión y ser famosa; quería salir en las portadas de las revistas y viajar por todo el mundo. Pero también soñaba con tener una familia, ya que desde pequeña decía que cuando creciera iba a encontrar un hombre bueno, inteligente y amoroso como su papá.

Pero el tiempo se le pasó volando. Ya no tenía veintitrés, había vivido muchas cosas y viajado muchas veces, pero solo por motivos de trabajo.
No tenía ese hogar bonito con el que tanto soñó. Su amiga ninfómana y un imbécil disfrazado de caballero, con el que pensó haber encontrado la felicidad, le habían enseñado que la vida no es color de rosa y que no se puede confiar en casi nadie.

Se dio cuenta entonces de que había cometido muchos errores, y que de alguna manera tenía que enmendarlos y enderezar su camino.
Así que pensó que ya era hora de tener un hijo; alguien a quien pudiera dar cariño y con quien pudiera compartir sus días y sus noches.

Estaba decidida a adoptar a una niña. 


Pensó en adoptar porque ya no creía en los hombres. Las pasadas malas experiencias, y los comentarios viperinos de su madre, se habían encargado de que Milagros no creyera en cuentos de hadas con príncipes y finales felices.

Quería una niña, en vez de un varón, porque decía que no iba a criar un sin vergüenza que probablemente, con los años, la dejaría sola y se fuera con todos sus ahorros.
Su afán de adoptar se convirtió casi en una obsesión. Era como su tabla de salvación; como si esa fuera su última oportunidad de ser feliz y darle un sentido a su vida.
Nuevamente, después de muchos años, albergó la esperanza en su corazón de tener, por fin, una vida feliz.

Sus padres la apoyaron. Aunque ella era una mujer totalmente independiente, que no necesitaba ni el dinero ni la aprobación de nadie, agradeció a Dios el poder contar con ellos en esta nueva aventura de la adopción.
Lo primero que debía hacer —pensaba ella—, era averiguar los requisitos que la ley exigía para ser madre adoptiva.

Uno de sus antiguos amantes, al cual tenía más de dos años que no veía, era abogado. Milagros se armó de valor y lo llamó; pero esta vez no buscaba calmar las ganas que esporádicamente tenía de sentirse deseada.

Lo que aquel hombre le dijo, lejos de alegrarla, le bajó nuevamente la moral, hasta el punto de volver a llamar a Ana María para aceptarle esos tragos, tentadoramente peligrosos, que le despreció un par de años atrás.

Ana María no se mostró para nada interesada, a pesar de que Milagros la llamó varias veces ella no le contestaba las llamadas. Ni siquiera el mensaje con doble sentido, en el que Milagros le preguntó si el Jacuzzi aun funcionaba bien, surtió efecto. Entonces nuevamente se sintió sola, pero esta vez fue peor, ahora se sentía humillada y rechazada. Tocó fondo.


Milagros tenía varios negocios los cuales había descuidado mucho en esos días. Tenía el salón de belleza, una tienda de ropa para damas, un pequeño restaurante y una heladería. Su madre supervisaba el salón de belleza y la heladería; su padre se encargaba de atender el restaurante, el cual se llamaba “Restaurant Don Anselmo”, en honor a él.

La tienda de ropa para damas se manejaba completamente por Internet, era una tienda virtual, y representaba, junto con el salón de belleza, su principal fuente de ingresos.
Una noche tuvo un sueño. Soñó que estaba en una casa muy grande, con paredes de vidrio. Afuera no se veía nada, pero había una luz muy radiante y un cielo de color azul muy claro; era hermoso.

Parecía estar en una casa sobre las nubes o algo parecido. Ella caminaba por la casa mirando de cuarto en cuarto, de repente entró a un salón donde solamente había dos leones enormes que parecían dormidos. De repente, apareció un ángel cómo de dos metros, con unos ojos grandes color miel y una agradable sonrisa que le recordó a la de su padre, él le extendió la mano como pidiéndole algo y ella también le extendió la suya. Ninguno de los dos dijo una palabra, pero Milagros, en el sueño, sabía que tenía que darle lo que le pedía. Entonces metió la mano en su bolsillo y sacó un hermoso anillo de oro. Se lo dio al ángel y él la abrazo con un amor que ella jamás había experimentado.

Ella metió la mano en su otro bolsillo—como buscando darle algo más —pero no encontró nada. Sintió mucha angustia. El ángel, que muy pacientemente la seguía mirando con sus expresivos ojos, señaló su pecho. Ella se tocó y sintió un hueco, se miró el pecho y no vio salir sangre, sino un haz de luz blanca que brillaba tan fuerte que la cegó por un instante. Después metió la mano y sintió su propio corazón latiendo; el ángel la miraba feliz. Ella se sacó el corazón, para entregárselo, y cayó contra el piso. En ese momento despertó sobresaltada por la caída y adolorida por el golpe que, contra el piso, se había dado en la cabeza.


Milagros no entendió lo que el sueño significaba, pero a partir de ese día cobró un nuevo aliento y su motivación volvió con mucha más fuerza que antes.
Decidió no darse por vencida y comenzó a buscar, por internet, información sobre la adopción, para poder hacer realidad su sueño de ser madre. Esa tarde se acercó a su padre y le pidió que desocupara el cuarto de visitas, porque no estaba muy lejos el día en que ella, por fin, lo haría abuelo.

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