Desde hacía aproximadamente tres o
cuatro años atrás había tenido varios pretendientes, algunos de ellos honestamente
detestables, otros, por el contrario, parecían tener todos los requisitos que
su padre buscaba en un esposo para ella. Aunque apenas tenía veinte siete años,
se sentía frustrada porque todas sus primas, incluso la más pequeña que tenía
dieciocho años recién cumplidos, ya se habían casado.
Pero no era la felicidad matrimonial lo
que la motivaba, sino más bien un deseo casi obsesivo por ser la esposa de un
hombre adinerado y poder darse todos los lujos que quisiera sin tener que
esforzarse en nada más que siendo complaciente en la cama. La ternura e
inocencia con la que se entregó las primeras veces al amor le parecían ahora
una cursilería barata y una gran estupidez. A diferencia de otros tiempos, ahora
solo veía el sexo como el precio a pagar para conseguir algún capricho, o una
necesidad del cuerpo que por lo menos una vez al mes satisfacía con alguien que
conocía en una salida casual.
Eran tantas sus ganas de tener más,
tanta su necesidad de comprar banalidades, tanto su deseo de mostrarle a todo
el mundo que ya no era esa niña inocente de la que muchos se burlaron y cuya
foto con cara de tonta aún daba vueltas en algunos sitios de internet, que no
se dio cuenta en qué momento su padre había cambiado tanto.
Ya no era ese hombre alegre, y de
sonrisa esplendida, que antes solía iluminar la casa con sus chistes o comentarios
infantiles y optimistas; tampoco tenía ese brillo en la mirada que tuvo desde la
noche milagrosa en la que ella nació a pesar de tantos contratiempos y que
ahora más bien parecía querer transmitir, sin palabras, la tristeza y la
vergüenza de sentirse fracasado como padre y como esposo.
Ese día, cuando lo encontraron tirado en
el piso del baño, después de desmayarse por la mala alimentación y el cansancio
natural por tantas noches en vela trabajando en su estudio que parecía
sistemáticamente desordenado, él no sólo se alegró de despertar y ver que era
su pequeña Milagros quien lo estaba cuidando sentada en la cama a su lado, sino
que por un momento volvió a sonreír con esa misma sonrisa esplendida con la que
antes le alegraba las mañanas al llevarle su café con leche. Fue solo en ese
momento cuando ella se dio cuenta de que el tiempo había pasado y que en unos
meses cumpliría cuarenta y tres.
Realmente su amargura era entendible, siempre
fue la niña consentida de sus padres. Su mamá todo el tiempo estaba ocupada en
sus propias necesidades como ir al gimnasio y satisfacer sus gustos, los cuales
según ella misma decía eran su manera de ser feliz y sentirse amada. Trataba a
Milagros con dureza emocional, pero procuraba complacerle cada uno de sus
caprichos, ya que decía que no quería que su hija heredara el conformismo
pusilánime de su padre.
Su papá, por otra parte, la trataba con
tanta ternura que muchas veces la empalagaba con sus besos y abrazos que ella
realmente nunca supo valorar.

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