jueves, 4 de junio de 2020

Fantasía, capítulo 1, parte 3


Desde hacía aproximadamente tres o cuatro años atrás había tenido varios pretendientes, algunos de ellos honestamente detestables, otros, por el contrario, parecían tener todos los requisitos que su padre buscaba en un esposo para ella. Aunque apenas tenía veinte siete años, se sentía frustrada porque todas sus primas, incluso la más pequeña que tenía dieciocho años recién cumplidos, ya se habían casado.
Pero no era la felicidad matrimonial lo que la motivaba, sino más bien un deseo casi obsesivo por ser la esposa de un hombre adinerado y poder darse todos los lujos que quisiera sin tener que esforzarse en nada más que siendo complaciente en la cama. La ternura e inocencia con la que se entregó las primeras veces al amor le parecían ahora una cursilería barata y una gran estupidez. A diferencia de otros tiempos, ahora solo veía el sexo como el precio a pagar para conseguir algún capricho, o una necesidad del cuerpo que por lo menos una vez al mes satisfacía con alguien que conocía en una salida casual.
Eran tantas sus ganas de tener más, tanta su necesidad de comprar banalidades, tanto su deseo de mostrarle a todo el mundo que ya no era esa niña inocente de la que muchos se burlaron y cuya foto con cara de tonta aún daba vueltas en algunos sitios de internet, que no se dio cuenta en qué momento su padre había cambiado tanto.
Ya no era ese hombre alegre, y de sonrisa esplendida, que antes solía iluminar la casa con sus chistes o comentarios infantiles y optimistas; tampoco tenía ese brillo en la mirada que tuvo desde la noche milagrosa en la que ella nació a pesar de tantos contratiempos y que ahora más bien parecía querer transmitir, sin palabras, la tristeza y la vergüenza de sentirse fracasado como padre y como esposo.
Ese día, cuando lo encontraron tirado en el piso del baño, después de desmayarse por la mala alimentación y el cansancio natural por tantas noches en vela trabajando en su estudio que parecía sistemáticamente desordenado, él no sólo se alegró de despertar y ver que era su pequeña Milagros quien lo estaba cuidando sentada en la cama a su lado, sino que por un momento volvió a sonreír con esa misma sonrisa esplendida con la que antes le alegraba las mañanas al llevarle su café con leche. Fue solo en ese momento cuando ella se dio cuenta de que el tiempo había pasado y que en unos meses cumpliría cuarenta y tres.
Realmente su amargura era entendible, siempre fue la niña consentida de sus padres. Su mamá todo el tiempo estaba ocupada en sus propias necesidades como ir al gimnasio y satisfacer sus gustos, los cuales según ella misma decía eran su manera de ser feliz y sentirse amada. Trataba a Milagros con dureza emocional, pero procuraba complacerle cada uno de sus caprichos, ya que decía que no quería que su hija heredara el conformismo pusilánime de su padre.
Su papá, por otra parte, la trataba con tanta ternura que muchas veces la empalagaba con sus besos y abrazos que ella realmente nunca supo valorar.

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