Esos días, en que su padre necesitó de sus
cuidados, fueron para ella como una cachetada que el destino le estaba dando
para recordarle lo mala hija que había sido con aquel hombre que ya pisaba los
setenta y la seguía tratando con las mismas atenciones con las que hacía más
de treinta años la cuidó cuando enfermó de paperas.
Un día, en que estaba revisando las cajas
donde su madre había guardado las pocas cosas que quedaron de la boda, Milagros
lloró todo lo que no había llorado en esos años al encontrar una bolsita pequeña
de tela, ya descolorida y empolvada por el paso del tiempo, donde había un
anillo que ella no recordaba haber guardado. No era el anillo de matrimonio, ya
que ése lo había vendido hacía diez años para no tener el tormento de verlo en
el joyero cada vez que se arreglaba para salir a satisfacer sus necesidades una
vez al mes, éste, por el contrario, era un anillo muy barato hecho de un
extraño material que se oxidaba fácilmente, pero que volvía a brillar cuando
ella lo limpiaba con pasta dental.
Había sido un regalo muy humilde de un novio
que tuvo durante varios años, antes de deslumbrarse con el carro y el dinero de
la familia de Luis Fernando. En ese momento, mientras miraba el anillo en su
mano, entendió todo el tiempo que había perdido buscando la felicidad en las
cosas lujosas y el dinero que ahora le sobraba, pero que a la vez la condenaba
a sentirse cada día más sola y fracasada como mujer.
En la misma bolsita de tela en donde estaba
el anillo oxidado también había una carta, estaba firmada por Miguel Alejandro Burgués
De La Colina, lo cual parecía una burla del destino porque el único bien
material que tenía era una vieja bicicleta que lo llevaba a todas partes, con su
guitarra amarrada a la espalda.
Miguel era un soñador sin mucho
futuro, tenía la loca fantasía de llegar a ser famoso con sus canciones que
parecían ser escritas con la única e ilusa intención de querer cambiar al
mundo.
Todos los días, durante casi cinco años, acompañó a Milagros a donde ella tuviera que ir. La llevaba en la vieja
bicicleta, lo cual al principio a ella le parecía divertido, pero con el paso
del tiempo fue convirtiéndose más bien en un gesto vergonzoso que su amada trataba de evitar, sin herir sus sentimientos. Ella, por su parte, intentaba contagiarle sus ideas progresistas y sus sueños de tener riquezas y viajar
juntos por el mundo.
Pero él tenía otros ideales, otra manera de
ver la vida como si sufriera del síndrome de Peter Pan. Parecía vivir en un
mundo de ilusiones en el que alcanzaba la fama y era amado y respetado por
todos, pero jamás hacía nada en concreto para lograr que esos sueños se
hicieran realidad. Estaba muy ocupado
soñando despierto, tanto, que no se dio cuenta que los años le pasaron por
encima y ya no era aquel adolescente al que todos buscaban para que cantara en
las fiestas, a las cuales era invitado solo con la condición de que llevara su
guitarra.

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