miércoles, 27 de mayo de 2020

C3/p2


Pero un sábado en la mañana, después de una noche de tormento y sin poder dormir, por los lloriqueos infantiles en el piso de arriba, Milagros subió a reclamar porque su nuevo vecino tuvo la osadía de clavar algo en la pared a las 10 de la mañana.
Entonces, al tocar la puerta varias veces con ganas de pelea, Milagros quedó paralizada de la impresión cuando reconoció, en el rostro de su molesto vecino, unos ojos que hacía mucho tiempo no había visto. Era Miguel; aquel muchacho que en su juventud la llevaba a todas partes en su vieja bicicleta.
De no ser por una cuantos kilos de más y una calva pronunciada donde antes había una larga cabellera, que le daba un aspecto de hombre rebelde, casi no había cambiado nada. Su mirada seguía siendo la misma, aunque transmitía un sufrimiento que ella, en esos ojos, nunca había visto.
Después de saludarse, y al salir un poco del asombro, él la invitó a pasar a tomar un café. Ella aceptó, y sonrió al ver colgada de la pared la guitarra que tantas veces la hizo soñar, cuando todavía creía en el amor.
Miguel le contó que se estaba divorciando. Había encontrado a su esposa en la cama con el esposo de una vecina, un día en que salió más temprano del trabajo que de costumbre.
Tenían un bebé de año y medio, y él se había quedado con el niño; ya que la madre, que era una mujer caprichosa y egoísta, nunca quiso amamantarlo para que sus senos no perdieran rigidez.
Miguel había sufrido mucho en la vida. Había tenido dos fracasos matrimoniales que lo habían hecho perder la ingenuidad de su juventud, pero aún mantenía esa sonrisa amable que a ella la había enamorado, veintisiete años atrás.
Fueron muchos días de tomar café por las tardes mientras conversaban del pasado y cuidaban del bebé. Poco a poco, y de manera inevitable, un sentimiento nuevamente nació entre los dos.



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