Capítulo III
Milagros estaba
destrozada emocionalmente; se refugiaba en sus negocios y cada día se mostraba
más distante con sus padres. A su mamá parecía no afectarle mucho; desde
pequeña había tenido con su madre muy mala relación.
Mientras la dejara
manejar las cuentas y dirigir los negocios a su antojo, su madre estaba
contenta. Los momentos en los que más compartían eran las dos o tres horas
semanales en las que se reunían en la oficina para discutir por los gastos
suntuosos e innecesarios que su madre realizaba sin su permiso.
Después de varias
agotadoras discusiones que llevaron meses, Milagros decidió despedir a su madre
y contratar a otra administradora. Ella jamás se lo perdonó.
Las cosas por esos días
estaban muy tensas en la casa. Su papá con sus constantes achaques, su madre no
perdía oportunidad para amargarle la vida sacándole en cara, a toda hora, el
amor y sacrificio con los que, según ella, la había cuidado toda la vida.
Por eso decidió mudarse a
otra parte. En las afueras de la ciudad había un edificio que a ella siempre la
había llamado la atención por su aspecto moderno, pero al mismo tiempo
colonial. Quedaba muy cerca del salón de belleza, así que comenzó a explorar la
posibilidad de comprar ahí un apartamento. Una vez terminados los trámites de
la compra, Milagros se mudó.
Para su padre fue un
golpe muy duro. Su madre, por el contrario, parecía sentirse feliz de quedarse
con la casa, y su vez con la camioneta que Milagros había comprado para que
ellos pudieran movilizarse a donde tuvieran que ir.
Un día, habiendo pasado
tres meses desde que se fue a vivir sola, llegaron unos nuevos vecinos que
alquilaron el apartamento de arriba de ella.
Aunque Milagros se enteró
de la mudanza por el camión y el ruido que hacían al subir muebles y aparatos,
no les dio mucha importancia. De no ser por los llantos de un bebé y la música
a todo volumen habrían pasado desapercibidos.

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