jueves, 28 de mayo de 2020



Capítulo III
Milagros estaba destrozada emocionalmente; se refugiaba en sus negocios y cada día se mostraba más distante con sus padres. A su mamá parecía no afectarle mucho; desde pequeña había tenido con su madre muy mala relación.

Mientras la dejara manejar las cuentas y dirigir los negocios a su antojo, su madre estaba contenta. Los momentos en los que más compartían eran las dos o tres horas semanales en las que se reunían en la oficina para discutir por los gastos suntuosos e innecesarios que su madre realizaba sin su permiso.

Después de varias agotadoras discusiones que llevaron meses, Milagros decidió despedir a su madre y contratar a otra administradora. Ella jamás se lo perdonó.
Las cosas por esos días estaban muy tensas en la casa. Su papá con sus constantes achaques, su madre no perdía oportunidad para amargarle la vida sacándole en cara, a toda hora, el amor y sacrificio con los que, según ella, la había cuidado toda la vida.

Por eso decidió mudarse a otra parte. En las afueras de la ciudad había un edificio que a ella siempre la había llamado la atención por su aspecto moderno, pero al mismo tiempo colonial. Quedaba muy cerca del salón de belleza, así que comenzó a explorar la posibilidad de comprar ahí un apartamento. Una vez terminados los trámites de la compra, Milagros se mudó.

Para su padre fue un golpe muy duro. Su madre, por el contrario, parecía sentirse feliz de quedarse con la casa, y su vez con la camioneta que Milagros había comprado para que ellos pudieran movilizarse a donde tuvieran que ir.

Un día, habiendo pasado tres meses desde que se fue a vivir sola, llegaron unos nuevos vecinos que alquilaron el apartamento de arriba de ella.

Aunque Milagros se enteró de la mudanza por el camión y el ruido que hacían al subir muebles y aparatos, no les dio mucha importancia. De no ser por los llantos de un bebé y la música a todo volumen habrían pasado desapercibidos.


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