La última vez que Marcela Rodríguez se quedó sola en esa casa
muchas cosas extrañas comenzaron a suceder. Primero, los inexplicables cambios
de lugar de las ollas, platos, cuchillos y otros elementos de su cocina; después
esos rasguños en sus brazos y piernas que aparecieron sin explicación, y por
último las luces que ella apagaba al acostarse y encontraba encendidas cuando
abría los ojos nuevamente en la mañana.
Había pasado toda la noche dando vueltas en la cama sin poder
conciliar el sueño, la sola idea de volver la ponía muy ansiosa, tanto que ese
día no tomó su acostumbrado café sino una infusión de manzanilla que su madre
le había dado para calmar los nervios. Pero en esta ocasión pensaba ir
preparada; su cuñada María Laura y su hermano la iban a acompañar. Además, solo
pensaba quedarse unas horas.
Era necesario, ya que tenía que entregar la casa limpia y
pintada por completo, pero no se había atrevido a ir antes para no volver a ver
a aquella mujer.
Unos meses antes, Marcela había concretado la venta de su
casa en el norte de Bogotá; realmente tenía que hacerlo, porque seguir allí solo
le traía malos recuerdos. Desde el momento en que su esposo la dejó ella decidió
comenzar una nueva vida, olvidar todo aquello que le recordaba la traición y el
abandono del hombre que había jurado, ante toda su familia, amarla para
siempre.
Aunque esta vez no iría sola, una latente sensación de
angustia y una especie de escalofrió le recorría todo su muy bien formado
cuerpo.
Cuando Ricardo y María Laura llegaron a buscarla ella ya
tenía dos horas lista; se había puesto la ropa de ir al gimnasio y estaba
sentada, esperando en el balcón de su nuevo apartamento en la carrera 13, ya se
había fumado tres cigarrillos.
—¿Qué más peladita?, ¿cómo pasaste la noche? — le dijo María
Laura.
Ella contestó con una sonrisa dudosa.
—Hágame un favor, María Laura, quédese conmigo, mire que a mí
no me gusta estar sola ahí. Respondió Marcela.
Ellos ya le habían dicho que podían llevarla, pero también le
habían explicado que no podían quedarse, porque Ricardo tenía una reunión muy
importante en el Bufete de abogados y su esposa debía volver a casa, llevar a
las niñas a la escuela y luego buscarlas nuevamente para llevarlas a casa de su
mamá.
María Laura sintió pena por no poder complacerla; e hizo un
gesto de negación con la cabeza, pero sin mirarla directamente a la cara.
Ya habían avanzado unas cinco calles, cuando de repente,
Marcela tomó una actitud inexplicablemente agresiva; aprovechando que el carro
estaba detenido en ese momento, se bajó tirando la puerta y gritando varías
ofensas y obscenidades contra los dos.
Su hermano buscó inmediatamente donde estacionar y salió corriendo
tras de ella, buscándola entre la gente; cuando la encontró estaba sentada en
una plaza y se mostró muy confundida, sin saber a ciencia cierta lo que le
había pasado; entonces lo miró, sonrió y se puso a llorar.
Esos arranques de aparente locura ya se habían hecho comunes
para Ricardo. Le preocupaba mucho la salud mental de su hermana, pero pensaba
que aquellos desvaríos y ataques de ansiedad, eran causados por el estrés de los
problemas matrimoniales y la mala vida que le había dado su cuñado, Juan Camilo.
Por otra parte, a veces también se ponía en su lugar y lo comprendía; porque
sabía que su hermana se había convertido en alguien muy difícil de entender y
soportar.
Apenas entró a la casa, ella buscó en el patio la pintura y
las herramientas para terminar de pintar la sala, que era lo último que
faltaba. Apenas habían pasado un par de horas, cuando otra vez sintió un
terrible miedo; sentía que no estaba sola y que alguien la vigilaba. Haciendo
un esfuerzo grande por superar sus temores, Marcela fue al baño del piso de
arriba para lavarse la cara, pero cuando se miró en el espejo… ahí estaba ella;
era otra vez esa mujer, la misma que ya se le había aparecido en otras
oportunidades.
—Eres una cerda inmunda —le dijo.
Marcela salió corriendo con el corazón acelerado, y casi sin
poder controlar el temblor de sus piernas, bajó las escaleras y salió de la
casa; entonces, cruzó la calle asustada y llorando, sin darse cuenta del
automóvil que venía hacia ella, en sentido contrario.
Aunque el conductor intentó frenar a tiempo, ocurrió la
desgracia…
Cuando los vecinos llamaron a su hermano para avisarle, él
salió de la reunión sin siquiera despedirse de sus jefes y se fue
inmediatamente para la clínica donde la ambulancia la había llevado.
A pesar de la rabia que sentía, Ricardo pensó que era justo
avisarle a Juan Camilo, ya que en el fondo sabía que aún la amaba y que ella
también lo necesitaría a su lado en esos momentos.
Estando en la sala de espera, mientras oraba y pedía a Dios
por la vida de su hermana, dos médicos se le acercaron para hablar con él. Uno,
era el doctor que la había atendido, éste le explicó que Marcela estaba en
observación por el impacto que recibió, pero que se iba a poner bien muy
pronto, pues las heridas habían sido superficiales.
El otro doctor era el psicólogo de la clínica y se presentó,
preguntando a Ricardo si él era el esposo de la señora Marcela Rodríguez. En
ese preciso momento entró Juan Camilo, y dijo: —Yo soy el esposo, Juan Camilo
Echeverri; doctor, por favor dígame, ¿cómo está ella?
—Señor, su esposa ha estado en observación por
aproximadamente una hora, y tengo fuertes motivos para creer que la señora
sufre de un grave desorden de personalidad, ya que desde hace mucho rato está
teniendo conversaciones con ella misma y dice cosas incoherentes, pasando de la
risa al llanto con increíble facilidad, como si sufriera de algún trastorno de
bipolaridad. Voy a remitirla a Psiquiatría mañana en la mañana.
Juan Camilo aceptó firmar los permisos para que Marcela fuera
ingresada y evaluada por un Psiquiatra, porque, aunque habían pasado ya tres
meses desde la separación, él aún la seguía amando tanto como el primer día,
cuando se conocieron, 4 años atrás, en un cumpleaños de María Laura.
Las semanas siguientes fueron muy duras para todos. Entre
gritos, cambios repentinos de humor e inclusive varios intentos de
automutilación, Marcela fue diagnosticada con un Trastorno de Identidad
Disociativo.
Más tarde, después de tres sesiones de hipnosis se supo que el
trastorno fue provocado por las burlas que de niña había sufrido en la escuela,
producto de su obesidad infantil y de un episodio traumático, que su mente
había borrado por completo, cuando fue obligada a comer de la basura por unos
niños a la hora del recreo, mientras la golpeaban y le decían que era una
cerda.
Todo esto explicaba su obsesiva necesidad de verse siempre
bella y delgada; también explicaba sus drásticos cambios de humor y su
inseguridad constante.
Su esposo regresó con ella para cumplir su promesa de amarla
y cuidarla; también para evitar que volviera a lastimarse; él y su familia
aprendieron a entenderla y la apoyaron durante todo su tratamiento, que duró
más de 5 años. A partir de ese día Marcela Rodríguez comenzó, poco a poco, a
amarse y sanar sus heridas de la infancia; y ya nunca más volvió a sentir miedo
de la mujer que aparecía frente a ella en el espejo.
FIN












